El Jazmín Paraguayo.
Nunca pude entender porqué me sentía
triste cada vez que veía un jazmín paraguayo. Apenas barruntaba
alguna relación de aquello con el borroso recuerdo de un patio de
ladrillos gastados, al término del cual el goteo de una vieja
canilla acompasaba una melodía cuyas verdaderas notas huían apenas
recordadas. Muy cerca de allí, durante años floreció un jazmín
paraguayo del cual no lograba recuperar la imagen, el perfume, o
cualquier otra característica verdadera. Era más bien un concepto.
La certeza de que allí había estado, acompañándome mientras
crecía, como una presencia tal vez benigna, en las largas siestas
del verano, bajo los paraísos en flor, el silencio de los malvones y
el gris murmullo de las gallinas que un poco más al fondo rascaban
la tierra seca en busca de lombrices.
¿Y la voz que cantaba aquella
melodía...?
Estuve siempre convencido de que se
trataba de una melodía verdadera. Una canción, tal vez de moda por
aquellos tiempos, o un área de una ópera italiana o aun, tal vez,
un simple canturreo improvisado por una mujer. Seguro que una mujer.
Cuando por instantes recordaba aquella voz, una oleada de emoción me
llenaba el alma. Me sentía de pronto inundado de felicidad y al
mismo tiempo de desesperación. Aquello no duraba. No lograba
retenerlo. Era como uno de esos hálitos de hermoso perfume, que en
la noche, aparecen venidos de la nada y se diluyen antes de que
podamos reconocer su naturaleza.
Pero una cosa sí sabía: Esa voz no
era de nadie que estuviese cerca. Venía de más allá de aquel
patio de ladrillos, desde adentro de la casa o del otro lado del muro
que separaba de los vecinos.
Sin embargo nunca encontré que el
jazmín paraguayo fuese una planta bella. Ni siquiera sus flores.
Tampoco que fuesen feas. Las encontraba dueñas de una fuerte
personalidad... Y dueñas de una profunda tristeza
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