lunes, 11 de agosto de 2014

Jazmín Paraguayo

El Jazmín Paraguayo.

Nunca pude entender porqué me sentía triste cada vez que veía un jazmín paraguayo. Apenas barruntaba alguna relación de aquello con el borroso recuerdo de un patio de ladrillos gastados, al término del cual el goteo de una vieja canilla acompasaba una melodía cuyas verdaderas notas huían apenas recordadas. Muy cerca de allí, durante años floreció un jazmín paraguayo del cual no lograba recuperar la imagen, el perfume, o cualquier otra característica verdadera. Era más bien un concepto. La certeza de que allí había estado, acompañándome mientras crecía, como una presencia tal vez benigna, en las largas siestas del verano, bajo los paraísos en flor, el silencio de los malvones y el gris murmullo de las gallinas que un poco más al fondo rascaban la tierra seca en busca de lombrices.
¿Y la voz que cantaba aquella melodía...?
Estuve siempre convencido de que se trataba de una melodía verdadera. Una canción, tal vez de moda por aquellos tiempos, o un área de una ópera italiana o aun, tal vez, un simple canturreo improvisado por una mujer. Seguro que una mujer. Cuando por instantes recordaba aquella voz, una oleada de emoción me llenaba el alma. Me sentía de pronto inundado de felicidad y al mismo tiempo de desesperación. Aquello no duraba. No lograba retenerlo. Era como uno de esos hálitos de hermoso perfume, que en la noche, aparecen venidos de la nada y se diluyen antes de que podamos reconocer su naturaleza.
Pero una cosa sí sabía: Esa voz no era de nadie que estuviese cerca. Venía de más allá de aquel patio de ladrillos, desde adentro de la casa o del otro lado del muro que separaba de los vecinos.

Sin embargo nunca encontré que el jazmín paraguayo fuese una planta bella. Ni siquiera sus flores. Tampoco que fuesen feas. Las encontraba dueñas de una fuerte personalidad... Y dueñas de una profunda tristeza

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